“Ustedes son la sal de la tierra” (Mt 5, 13).
Pidámosle al Espíritu Santo que derrame sus Siete Sagrados Dones para que
nuestra vida sea ordenada y coherente y así nos vayamos poco a poco
identificando con la Palabra de Dios.
Señor, que por medio de tu
Palabra nuestra alma escuche tu voluntad para que vivamos como en las primeras
comunidades cristianas y tengamos un solo corazón (cfr. Hch 2, 44), trabajando
así por nuestra propia santificación, al poner en práctica el Evangelio. Que
ante tu Palabra, no nos quedemos como “espectadores” sino como tu pueblo,
atento para escucharte.
Al
meditar la Palabra de Dios, imaginemos cómo era el timbre de la voz de Jesús,
su mirada, sus actitudes; entremos a su Sagrado Corazón y experimentemos cuáles
eran sus más ardientes deseos al hablarnos en este texto de la Escritura.
Jesús nos dice hoy “ustedes son la sal de la tierra” (Mt 5,
13).
La sal es un elemento
indispensable que sirve para dar sabor a los alimentos. Si el Señor nos dice en
su Palabra que somos la “sal”, esto significa que Él desea que le demos sabor
con nuestra vida a los demás, donde quiera que vayamos y estemos: en la
familia, en la escuela o el trabajo, con los amigos, etc.
La
sal si no sirve, se tira a la calle para que la pise la gente, ¿hemos dejado de
dar sabor? ¿buscamos entregarnos a los demás o vivimos encerrados en nuestro
egoísmo? ¿transmitimos paz, ternura y amor a los demás? ¿Nos mantenemos firmes
en el cumplimiento de la voluntad de Dios?
San Pablo nos comunica en una de sus cartas cómo ser ese buen sabor a Cristo:
“Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una
manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad,
mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en
conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 1-3). Ser
“sal de la tierra” es tener los sentimientos de Jesús: “tened entre
vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2, 5). Dobleguemos y
abajemos nuestra voluntad, para poder así seguir la Voluntad de Dios en nuestra
vida.
Para
poder descubrir qué sal estamos ofreciendo a los demás, hagámonos esta
pregunta: ¿quién es Jesús para mi?, “«Y vosotros ¿quién decís que
soy yo?»” (Mt 16, 15). Jesús no es una filosofía o una doctrina, Jesús
es el Hijo de Dios, que se encarnó en el seno purísimo de la Santísima Virgen
María. Es nuestro salvador, que vino al mundo para entregar su vida, hasta la
muerte en la cruz (cfr. Jn 3, 17). Es quién le da el sentido a tu vida y a mi
vida.
Muchas veces nos proponemos cambiar, y sin embargo, volvemos a caer en aquello
que ya no queremos, experimentando como una contradicción en nuestra
vida. Esto mismo le ocurría a San Pablo: “Pues bien sé yo que nada bueno
habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi
alcance, mas no el realizarlo” (Rm 7, 18).
Ante esta lucha interna que
experimentaba el apóstol, Jesús le responde: “te basta mi gracia”
(2Co, 12, 9).
San Pablo se dejó tocar por
Dios, y le entregó su vida por completo: “para mi la vida es Cristo, y la
muerte, una ganancia” (Flp 1, 21).
Ser “sal” es permitir ser
transformados por la gracia de Dios, recibida desde el Bautismo; a partir de
ese momento, el Espíritu Santo mora en nuestra alma, y anhela que cooperemos
con Él para dar sabor a nuestras vidas.
De
entre los apóstoles de Jesús, San Juan, el más joven, fue quién mejor se dejó
tocar por Dios, siendo dócil, y aunque es poco lo que aparece en los
Evangelios, -en comparación con San Pedro, a quien Jesús puso al frente de su
Iglesia-, se convirtió en el discípulo amado: “el discípulo a quien Jesús
amaba”(Jn 21, 7).
Enamorado de
la persona de Jesús e inspirado por el Espíritu Santo escribió uno de los
Evangelios, que en su bellísimo prólogo nos dice que Jesús es la luz que vino a
los suyos, a su pueblo, pero que no fue acogido:“y el juicio está en que
vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque
sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
También escribió tres
cartas y el libro del Apocalipsis en donde en la primera de ellas, expresa su
testimonio al vivir junto a Cristo como apóstol: “la Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que
estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2).
San Pablo compara la vida de disciplina y sacrificio que tienen que
llevar los atletas por alcanzar una corona en la tierra con la vida
espiritual: “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona
corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible” (1 Co 9,
25).
Ejercitémonos y disciplinémonos en la humildad, pureza, docilidad,
obediencia y fidelidad, virtudes del Inmaculado Corazón de nuestra Madre, la
Virgen María que nos ha pedido que vivamos de manera especial en Familia
Misionera en Alianza de la Cruz (FMAC).
El
enemigo actúa en nuestra voluntad para que nos volvamos “desabridos” y dejemos
de ser “sal”, por ejemplo, al darle entrada en el corazón al desaliento, la
tristeza, la duda e incertidumbre. Jesús cuando estuvo en el desierto cuarenta
días y cuarenta noches ayunando, nos enseña cómo vencer las tentaciones (cfr.
Mt 1-11).
El
tentador le dijo: “«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se
conviertan en panes.» Mas él respondió: «Está escrito: No sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.»” (Mt 4, 3-4).
Meditando la Palabra de
Dios, que es alimento para el alma, venceremos como lo hizo Jesús.
“Todavía le lleva consigo
el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su
gloria, y le dice: «Todo esto te daré si postrándote me adoras.» Dícele
entonces Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios
adorarás, y sólo a él darás culto»” (Mt 4, 8-10). El enemigo pretende sembrar
en el hombre una ambición desordenada por “tener”, que es terriblemente dañina,
quiere que el hombre sea grande para dominar; en cambio Dios anhela que
el hombre sea “grande” para “servir”.
Por el afán de poder y dominio, también hoy, como ocurrió en tiempos pasados,
las naciones se destruyen y dividen. A los jóvenes dentro de las universidades,
cuando están estudiando se les inculca que los conocimientos y habilidades que
están adquiriendo son para servir a la sociedad. Pero a la gran mayoría, al
terminar sus estudios y entrar en el mundo del trabajo, se les olvida y en vez
de “servir al otro”, tristemente, “se sirven a sí mismos”.
Ser
tentados es una oportunidad para sacar un bien mayor, para crecer en el amor de
Dios. Siempre es una prueba en la que cada uno tenemos que decidir entre
dejarnos caer en ella o elegir el camino de la Gracia, -en el cual salimos con
la ayuda de Dios-, vencedores, esto es ser “sal de la tierra”.
Hemos sido bautizados, creados a “imagen y semejanza de Dios” (cfr. Gn 1,
26-27), está en cada uno de nosotros, el decidir seguir la voluntad de Dios
para ser “sal de la tierra”, sin embargo, para que esto sea posible,
necesitamos que Jesús sane y libere nuestro pobre corazón sensible y frágil,
herido por el pecado, para que le entreguemos poco a poco nuestra voluntad y
libertad de manera que pueda actuar en nuestra vida y nos convirtamos en “sal
de la tierra”.
¿Has experimentado la Presencia de Jesús en tu vida? Como el discípulo amado
¿te has acercado para recostarte en su pecho y escuchar los latidos de su
Corazón? Hoy Jesús se ha servido de su Santísima Madre, la Virgen María, para que
en el mundo vivamos como una familia en la nueva comunidad que ha formado: Familia
Misionera en Alianza de la Cruz (FMAC), y seamos una Obra de Misericodia
para la humanidad. Cada uno miremos dentro de nuestro corazón y
descubramos, ¿qué desea Jesús que hagamos para ser “sal de la tierra”?
Jesús nos dice hoy que nos trae la “sal” y la “luz”, para que desaprendamos lo
mal aprendido y así estemos abiertos y dispuestos para aprender el Evangelio.
Optar por el Reino implica decisión, valentía y coraje porque “desde los
días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y
los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12).
Dice Jesús: “He
venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera
encendido!” (Lc 12, 49); “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz
en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo”
(Jn 16, 33). “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal
con el bien” (Rm 12, 21).
Para que brille nuestra luz
y seamos “sal” que de sabor, sigamos el ejemplo de nuestra Madre, la Virgen
María, siendo pequeños y sencillos. Ella asumió con amor y total abandono el
plan de Dios para su vida: ser la “Madre de Dios” (cfr. Lc 26-38) y se apresuró
para cumplir la voluntad de Dios: “En aquellos días, se levantó María y
se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa
de Zacarías y saludó a Isabel” (Lc 1, 39-40). Dios obraba
prodigios en nuestra Madre por su obediencia: San Juan Bautista es
santificado en el seno de Isabel, quien queda llena del Espíritu santo (cfr. Lc
1, 41) y reconoce en la Virgen a la “Madre de Dios” (cfr. Lc 1, 43). María
llena de júbilo proclama el Magníficat (cfr. Lc 1, 46-55), signo de su profunda
humildad, que sabe que todo lo que ha recibido viene de parte de Dios.
¿Nuestra presencia es “sal”
y “luz” para los demás?
Hno. Francisco María de la O
Oasis de Adoración
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