«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (Mc 10, 48)
El ciego Bartimeo empezó a caminar porque tuvo fe en Jesús. La fe no es sentimentalismo, sino el tener conciencia de quién es Jesús en toda su persona, creer en Él y creerle a Él. Estamos ciegos espiritualmente hablando cuando nuestro interior se llena de trabas por dejar de mirar a Jesús y mirarnos demasiado a nosotros mismos. Un gran remedio para liberarnos de todas estas trabas es la alabanza pues nos lleva a contemplar y bendecir a quien es el autor de la vida.
Bartimeo grita y a pesar de que los demás querían callarlo, grita todavía más fuerte: “Jesús hijo de David ten compasión de mí”(Mc 10, 48) . No le pidió a Jesús que le diera algún don extraordinario, le pide que se apiade de él con compasión y le permita ver. En el caminar hacia Dios, podemos caer en el grave error de creer que ya no necesitamos tanto de Él.
Jesús por la fe de Bartimeo se dispone a ayudarlo y le pregunta: “qué necesitas que haga por ti”(Mc 10, 51). El Señor para poder actuar en nuestra vida requiere de nuestra humildad.
Lo primero que Jesús predica después de regresar del desierto es: “«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.»” (Mc 1, 15). No juzguemos cómo está el mundo, somos peores que los que están lejos de Dios cuando tomamos esta actitud, porque somos responsables de que el mundo esté así.
Hagamos todas las cosas por gratitud a Jesús que se entregó por nosotros. ¿Qué desea la Virgen María nuestra Madre? Lo que respondió Santa Teresa de Calcuta cuando le comentaron: “Se da cuenta de cómo está la Iglesia y el mundo, ¿qué haría usted?” La Madre Teresa respondió: “empezaría por cambiarme a mi misma”.
El que tengamos dones o carismas no hará que la humanidad cambie, sino cuando en nuestro corazón Jesús y la Virgen encuentren la disposición para entregarnos sin reserva. Jesús no vino al mundo con el fin de hacer milagros, así vemos como Él se escondía cuando lo querían proclamar rey por los milagros que realizaba (Cfr. Jn 6, 15). Los mismos que lo querían proclamar rey fueron después los que gritaron: “¡crucifícalo!” (Cfr. Jn 19, 15) Entre sus mismos apóstoles unos lo traicionaron, otro no le creyó y todos lo abandonaron.
El egoísmo y cualquier tipo de pecado nos ciegan, y aunque seguiremos siendo pecadores, aprendamos a dominarnos, no subestimemos el amor y la misericordia de Dios. Cada uno debemos de identificar en dónde está nuestra lucha, revisemos cuidadosamente cómo está nuestro corazón.
En una ocasión que Jesús iba con sus discípulos mar adentro, les sobrevino una gran tempestad (Cfr. Mc 4, 34-41). Antiguamente se creía que en mar adentro, donde son muy comunes las tempestades, había demonios. En este pasaje del Evangelio, Jesús se duerme mientras que la barca casi se hunde en medio de la tempestad. Así parece sucedernos a nosotros dentro de todo tipo de pruebas. Con qué facilidad creemos que podemos declarar que todo estará bien, que se terminará una enfermedad o dificultad, cuando Él único que puede arreglar los problemas y saber lo que nos conviene es Jesús. Los discípulos sintieron miedo a pesar de que iban en la barca con Jesús, pues se preguntaban que quién era El que hasta el mar y el viento le obedecen. Cuando experimentamos el miedo en las pruebas, es porque todavía no conocemos al Señor. El Reinado del Sagrado Corazón de Jesús y el Triunfo del Inmaculado Corazón de María llegarán. No somos necesarios, pero no estamos tampoco de más. Lo que Jesús y la Virgen María nuestra Madre necesitan de nosotros es humildad, obediencia, docilidad, paciencia, para que llegue su Reino. Se nos olvida a menudo que la viña es de Dios y no nuestra (Cfr. Mt 9, 38).
Si los atletas se preparan con una gran disciplina para conseguir una corona perecedera, con cuánta mayor razón nosotros deberíamos tener una disciplina en nuestra vida espiritual (1 Co 9, 25) y que nuestra única meta sea Cristo: “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3, 8). Si Cristo es todo para nosotros, ¿por qué nuestra fe es tan vacilante y andamos en la búsqueda de mensajes o revelaciones? En el Evangelio tenemos todo. San Francisco de Asís dijo: “el Evangelio no necesita ser justificado”.
Comportémonos según la vocación a la que hemos sido llamados, dice San Pablo, en la carta a los Efesios en el capítulo 4 que nos a aconsejado la Virgen a FMAC (Familia Misionera en Alianza de la Cruz), para que lo tomemos muy en cuenta. No nos comportemos más como hijos de las tinieblas. A nuestro enemigo es al que no le interesa que caminemos bajo la luz de Dios. El Señor siendo inmenso, es un Dios amoroso y lleno de misericordia que mendiga nuestro amor. San Francisco expresó con gran claridad esta grandeza de Dios: “¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?" Esta actitud es la de aquellos que son tocados por la Gracia. El gran ejemplo es el de nuestra Madre: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Para poder responder como Ella necesitamos disciplina, sacrificio, responsabilidad, formación, fe, docilidad, negación de nuestra propia voluntad, etc. Así es como una comunidad puede crecer y progresar.
Se cuenta que a San Jerónimo en una Navidad se le apareció el Niño Dios y le pidió que le hiciera un regalo. El Santo le dijo que le daría su salud, su honor y fama, y Jesús le respondió: “¿quiero algo más?” San Jerónimo que había entregado todos sus bienes a los pobres y toda su vida a traducir las Sagradas Escrituras no sabía qué más podría darle, entonces Jesús le dijo: “Jerónimo dame tus pecados para perdonártelos”. El ciego Bartimeo supo reconocer su miseria. Al ser conscientes de nuestra propia debilidad y de que nada podemos sin Dios, es cuando somos fuertes como decía San Pablo: “Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10).
Hno. Francisco María de la O
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